Querido papá,
Nunca pensé que fuese revolucionario decir en público que te quiero, que eres lo contrario a lo que se proclama a bombo y platillo desde las tribunas ideológicas de moda. Hoy es tu día y, con la excusa, déjame escribirte lo que siento y pienso todos y cada uno de los días del año.
La sociedad de hoy, de la que soy parte, ensalza el culto a las propias apetencias, el “haz lo que te haga sentir bien” por encima de cualquier otra circunstancia. La “zona de confort” como hábitat en el que nacer -los más afortunados-, crecer, no reproducirse y morir. Sin embargo, papá, quiero darte las gracias por enseñarme, seguramente de forma inintencionada y ya desde mi más tierna infancia, a desarrollar mi capacidad de asombro, la sana inquietud por aprender lo que me era desconocido. Por enseñarme, casi siempre con juegos de por medio, a explorar, a asumir riesgos, a tolerar el fracaso -porque no siempre tenía que ganar yo, y no pasa nada-, a perder el miedo a saltar desde un poquito más alto de lo que yo creía que podía. En definitiva, gracias por enseñarme que mi zona de confort es el mundo entero, la vida entera.
Te presentan a menudo como un amasijo de hormonas -testosterona- incapaz de controlar sus irrefrenables impulsos violentos y sexuales. Nada más lejos de la realidad. Gracias, papá, por haberme hecho testigo, desde antes de tener uso de razón, de cómo has querido y quieres a mamá. No te han hecho falta palabras para educarme en las virtudes de siempre -algunas de las cuales llaman hoy “nuevos valores”-. Que hombres y mujeres somos iguales en dignidad me lo has enseñado mediante el profundo respeto, cariño, paciencia, delicadeza, generosidad y entrega que siempre has mostrado hacia mamá, fuera y dentro de casa. Me pregunto cómo habrá sido el ambiente en el hogar de todas esas personas que salen a la calle gritando eslóganes que te criminalizan, porque claramente no han tenido la misma suerte que yo.
Muchos quieren hoy que seas un “coleguita” más de tus hijos, que no te metas en sus cosas, que te limites a darles todo lo que te pidan y a hacerles reír. Menos mal, papá, que no has sido ni eres eres mi coleguita, sino mi padre. Que me has inculcado con autoridad -esa que ejerces mediante el ejemplo y la sinceridad, jamás mediante la amenaza- y ternura a partes iguales que existe un Bien objetivo al que tender, al que buscar en cada decisión libre. Que inevitablemente me equivocaré, y que por eso es esencial formarse bien, para reconocer mis errores, para pedir perdón, para levantarme de cada caída y para esforzarme por hacerlo mejor, por ser la mejor persona que pueda llegar a ser. Gracias por no ser mi coleguita y sí mi padre, por corregirme cuando lo necesitaba, por enseñarme que existen límites, que la felicidad está más en los demás que en mí mismo. Gracias por ser los brazos fuertes que me abrazaban -y lo siguen haciendo- cuando lo necesitaba, y por enseñarme que tenemos dos oídos y una boca porque hay que escuchar más de lo que se habla.