La puesta en marcha del Ingreso Mínimo Vital (IMV) por parte del Gobierno merece un análisis pausado, sosegado y profundo que huya de los maniqueísmos.
En primer lugar, en la situación actual, garantizar unos ingresos mínimos es una ayuda necesaria para muchas familias, que se encuentran en situación de verdadera necesidad. El Gobierno debe garantizar que reciban las ayudas quienes realmente lo necesitan, y combatir el fraude, especialmente en un país como España, donde el trabajo en negro está muy extendido.
El Ingreso Mínimo Vital no debe -no puede- convertirse en una alternativa al trabajo. Es necesaria la implementación de medidas y controles que aseguren que sus perceptores buscan empleo, en colaboración con el SEPE o entidades especializadas en este aspecto. En este sentido, es una medida con un aroma cautivador, en el sentido en que hará cautivos.
Sin embargo, esta prestación nace con un sesgo ideológico que perjudica a la familia, especialmente a la numerosa, y a los ancianos con rentas bajas. El importe máximo será de 1015€, para familias con dos padres y tres o más menores a cargo. Esto supone la exclusión explícita de los hijos a partir del cuarto, -convivan con uno o dos progenitores-. Resulta una discriminación injustificable a unidades familiares con menores a cargo. En estos momentos, muchas de estas familias pueden encontrarse sin ingresos, y es evidente que no es lo mismo el gasto de 5 personas que de 6, 7, 8…
Se da el agravante, además, de que se procede a la extinción, a partir del 31 de diciembre y para sufragar el IMV, de la prestación por hijo a cargo, que sí computaba a todos los menores del hogar, independientemente del número que hicieran.
También se excluye, por edad, a aquellos jubilados que perciben una pensión no contributiva, cuya cuantía sea inferior al IMV.
Demasiadas sombras, proyectadas a la luz de la ideología. Una medida que puede hacer mucho bien, pero que debe mejorarse.